Centro de Estudios de Historia de México
Manuel Ramos Medina
15 de agosto de 2021.
Una tarde veraniega de jueves, 12 de agosto de 2021, Centro Histórico de Ciudad de México.
Antesala de la gran fiesta, conmemoración, recuerdo, remembranza, celebración, de la caída de México-Tenochtitlan. Imposible no darle rienda suelta a mi curiosidad. Como historiador estaba obligado a observar qué sucedería en el corazón de nuestra Ciudad de México. Por todos lados se anunciaba que el gobierno en turno preparaba una ceremonia para pedir perdón a aquellos que cayeron aquel 13 de agosto de 1521. Quinientos años no podían pasar desapercibidos.
Al salir de mi oficina, en el sur de la ciudad, me trasladé a mi departamento del Centro Histórico. Daban las seis de la tarde cuando llegué en medio de un tránsito complicado en parte por el campamento recién instalado por habitantes del Estado de Oaxaca en plena calle del Eje Lázaro Cárdenas, frente al Banco de México y un costado del Palacio de Bellas Artes.
Llegué deje mí bolso negro repleto de objetos complementarios del departamento, como toallas, algunos libros sobre la Conquista destinados a ser leídos el fin de semana y medicamentos obligados que no puedo dejar: para la glucosa, el triglicérido, el colesterol y hasta las gotas homeopáticas para dormir bien.
Me picaba la curiosidad, así que decidí ir al Zócalo esa misma tarde a visitar la Plaza de Armas, Plaza de la Constitución, Plaza de la Conquista o como se le quiera llamar, para ver los adornos de foquitos que ya en las redes sociales se difundían desde la noche anterior. Los quería ver para constatar que adornaban los edificios alrededor de la Plaza. Y por supuesto el atractivo mayor: la réplica de la pirámide dedicada a Tlaloc y Huitzilopochtli.
Recorrer la calle de Madero es un gozo. Es un río caudaloso de gente que va y viene. Impecablemente limpia, sin las manchas de los chicles masticados que arroja la gente y se pegan al piso. Anuncios callejeros para revisarse la vista, alguien que canta, el organillero que con una mano da vuelta a la manija y con la otra sostiene la gorra ya desgastada para recibir alguna moneda, o bien la mujer que se entona apoyada por una bocina para cantar canciones mexicanas y recibir alguna caridad. No hay botes de basura, pero no sé de dónde aparece continuamente el personal que recoge los desperdicios y los lleva a parar quien sabe dónde en grandes bolsas negras.
El cielo se nublaba cada vez más. La tarde concluía a eso de las ocho de la noche y los anuncios con luz neón empezaban a lucirse. El recorrido de el Eje 1 hasta el Zócalo cuenta con seis cuadras, unas más largas que otras. No hay casas ni departamentos habitacionales. Solo oficinas, comercios, taquerías, loncherías, cervecerías con alimentos, y hasta una Maison Kayser que tiene buena asistencia. Pero eso sí, el Hotel Ritz, de gran tradición en Madero 13, con los botones bien vestidos y un policía en la puerta.
De pronto, el Zócalo, ¡wow! En todo su esplendor. No cabe duda, uno de los más bellos del mundo, rodeado de la majestuosa Catedral, Palacio Nacional, el Ayuntamiento, los antiguos portales y el antiguo Palacio de Cortés, hoy Nacional Monte Piedad. Gente por todos lados admirando los focos encendidos que pretenden retratar a Quetzalcóatl, a Cuauhtémoc, dos cabezas de serpientes emplumadas en lo alto de la avenida 20 de noviembre que parece que se atacan una a la otra con sus largas colas encendidas, una frente a la otra. En otro espacio, la representación de la Piedra del Sol mediante luces que se encienden y se apagan pero que dejan entrever un rostro en medio, quizá a Tonatiuh. Por otro costado un cuarto de luna que imaginativamente protege a un noble guerrero. Los visitantes tomando selfies con sus celulares, retratando la iluminación que más se asemejaba a una fiesta del 15 de septiembre que a una conmemoración de la caída de Tenochtitlan.
Pero, lo que más llamaba la atención a la multitud era la pirámide colocada en el centro de la plancha mayor. Deslucida, de color blanco en su base, rematada por las dos capillas en color azul y rojo que supuestamente resguardan una a Tlaloc y la otra a Huitzilopochtli, a una altura de unos 14 metros, que es nada en una plaza majestuosa de considerables medidas.
Frente a la pobre imagen de la pirámide, se colocó un toldo que resguardaba unas cuantas sillas oscuras de metal para cumplir con eso de la sana distancia. Un pódium y sendas bocinas que rodeaban el espacio. Seguramente sería allí donde el Presidente daría su discurso acerca de la caída de la antigua ciudad.
Pero era una fiesta. Niños, parejas de mujer con hombre, hombre con hombre y mujer con mujer, sin pena ninguna y con la libertad que esta ciudad ostenta. Adultos mayores y carritos para niños de menos de un año. Entonces percibí como se iniciaba una lluvia más tupida, los vendedores de paraguas e impermeables de plástico hacían su verdadero “agosto”. A 50 pesos el paraguas; volaron.
La lluvia caía más fuerte. Hora de retirarse y regresar por la calle de Madero que, aún cuando el reloj ya marcaba las nueve de la noche, la afluencia continuaba en medio de esa lluvia que más parecían lágrimas del cielo que un “chipi chipi” continuo.
A dormir. En el departamento que da a la Alameda y al Hemiciclo a Juárez, más parecía el silencio del convento que de una avenida tan concurrida durante el día. Solo el cilindrero lo rompe sobre las siete y media de la mañana para aprovechar el día.
Así que llegó el día. 13 de agosto. Después de un ligero desayuno me encaminé nuevamente al Zócalo para poder asistir al discurso presidencial. Chasco me llevé al darme cuenta que estaba protegido por policías en todos sus costados, ayudados por barreras de fierro donde la gente descansaba los brazos para luego ingresar.
-No puede pasar. Está prohibido el acceso. El presidente con su Jefa de Gobierno y su esposa darán un discurso con motivo de la caída de la ciudad en manos de los españoles.
-Oiga pero entonces ¿no es público?
-No. Vuelva después de las doce del día.
Nada que objetar. Entonces decidí recorrer las calles aledañas. Parecía feria. Las tiendas abarrotadas para comprar hasta lo inimaginable. Ropa, telas, tuercas, bocinas, mochilas, carritos para los niños, pinturas, etc. La gente que no podía ingresar decidió irse de compras.
A las doce los directores de Carso asistimos a una junta semanal para analizar la situación del Covid en el mundo, en México y en la empresa. Así que con el celular decidí entrar a la reunión, puntual. Fue así que ingresé a la tienda departamental Liverpool para tomar un café y atento informarme acerca del tema. Era el único. Sí claro, un pastelito de nuez que me ofreció amablemente la mesera.
A las casi la una de la tarde me dirigí nuevamente al Zócalo. Desde que entré por la calle de Moneda y Jesús María, el sonar de los teponaztlis que emocionaban por el puro sonido, las flautas, las conchas de los danzantes. Todo era fiesta. Al acercarme para ver de cerca las danzas, el ritmo, el movimiento que hacía lucir aún más los plumajes en las cabezas de cada uno, las sonajas de guaje, los gritos para marcar los cambios en la danza y el aroma del copal entremezclado con el olor a mariguana. Mas adelante, sobre la plancha de la gran plaza, el juego de pelota, con sus jóvenes que trataban de solo con la cadera aventar la pelota de caucho para meterla eso sí, no sabrá donde. Vendedores a los costados de la plaza para ofrecer sahumerios, paquetes de copal en tiras gruesas, collares de conchas, y muchos objetos rituales que no podría describir.
Decidí regresar a mi casa y esperar la noche para ver qué sorpresas me encontraba. Si la noche anterior parecía 15 de septiembre, ahora se convertía en una verdadera verbena. El Zócalo totalmente repleto. A lo lejos se escuchaba algún discurso cuando se prendían lo reflectores para ver a la pirámide que por los reflectores cambiaba continuamente. Yo no entendía nada y menos podía adivinar a quien proyectaban en blanco y negro sobre la pirámide.
Cuando dejaba de iluminarse la maqueta piramidal, entonces se incendian por los cuatro constados los monumentos virreinales entre los que destacaba la Catedral que asemejaba una escultura de plata. Eso sí que emocionaba y la gente aplaudía. El Palacio Virreinal debidamente iluminado, así como el Ayuntamiento. Un gran espectáculo.
Después de un rato decidí regresar. Pero mi sorpresa, una entre tantas, la panadería Maison Kayser, con una larga fila para pedir y pagar lo que se ostentaba en las vitrinas. Francia se hacía presente en la fiesta a las casi once de la noche. No me escapé y compré dos croissants para el desayuno del sábado.
En la noche, en el silencio de mi departamento, reflexionaba: La fiesta que conmemora la caída de Tenochtitlan volvió a resurgir. Era la fiesta secular más importante durante el virreinato en la ciudad de México. Se conmemoraba el triunfo de los españoles y de los pueblos indios que acabaron con el yugo mexica, además del santo protector San Hipólito. Se ostentaba el Paseo del Pendón y se realizaban procesiones y fiestas en las calles. Y, de alguna forma, volvimos a celebrar lo que en esos casi trescientos años los habitantes de la ciudad de México vivían con alegría.
La ciudad volverá el año próximo a las mismas fiestas y entonces estaremos iniciando el proceso de reconciliación con el pasado. Por fin. El camino lo abrió el gobierno sin siquiera pensar cuál sería la repercusión.