Eduardo Hernández Trejo | Instituto Dominicano de Investigaciones Históricas
Desde los inicios del cristianismo la persecución de las herejías, definidas como creencias erróneas o contrarias a las verdades de la Iglesia, fue una tarea fundamental para preservar la unidad de la fe. Una de las principales herramientas que contribuyó a este cometido fue la actividad inquisitorial, sin embargo, en sus orígenes se caracterizó por ser una práctica marcada por la falta de cohesión normativa. Con el propósito de dar más orden y estructura a su actividad, varios inquisidores elaboraron catálogos de leyes y manuales de procedimiento, como lo hizo Nicolás Eymeric con su Directorium Inquisitorum, compuesto en 1376 (Torres, 2019, p. 35).
En el Fondo Antiguo de la biblioteca del Instituto Dominicano de Investigaciones Históricas se resguarda un ejemplar de dicha obra, fechado en 1587. El tratado, escrito en latín, consta de tres partes. La primera ofrece una reflexión teológica sobre la fe católica; la segunda analiza la llamada “herética pravedad”, es decir, las distintas herejías que debían perseguir los inquisidores, desde el judaísmo hasta prácticas como la blasfemia, los sortilegios y la invocación de demonios. La tercera parte funciona como un manual práctico para el ejercicio del oficio inquisitorial. La obra también incluye un compendio de cartas apostólicas emitidas por varios papas, desde Inocencio III hasta Martín V, relacionadas con el funcionamiento del Santo Oficio, además de comentarios de Francisco Peña, doctor en Sagrada Teología y Derecho canónico y civil. La obra se dedicó al papa Gregorio XIII y se imprimió en Roma por Georgio Ferrari.

El autor de la obra, Nicolás Eymeric, era originario de Gerona, Cataluña, e ingresó a la Orden de Predicadores hacia 1334, y alcanzó posteriormente el grado de maestro en Sagrada Teología. En 1358 fue nombrado Inquisidor General de Aragón, lo que le brindó una vasta experiencia que se hace patente a lo largo de las páginas de su obra. Eymeric expuso minuciosamente la manera de desarrollar una causa de fe y todas sus implicaciones, desde su formación, la presentación de testigos, el interrogatorio, la tortura del reo, los castigos pertinentes y los diferentes modos de culminar el proceso.

Uno de los principales aportes de este tratado fue la clasificación de diversos delitos relacionados con lo mágico, como la hechicería, la adivinación o la astrología. Según el fraile dominico, estos fenómenos eran manifestaciones de la influencia del diablo, por lo que llegó a definir dos clases de seguidores de Satanás. Los primeros son los que le tributan culto de latría, ofreciéndole sacrificios, arrodillándose ante él, cantándole himnos y rindiéndole culto mediante diversos ritos, como guardar la castidad o el ayuno en su honor. Los segundos se ciñen al culto de la dulía o hiperdulía, mezclando nombres de demonios con los de santos en las letanías y rogándoles que sean sus intercesores. Los últimos son los que realizan invocaciones a través del dibujo de figuras o de otras ceremonias, y las palabras utilizadas en la veneración son determinantes. Quienes se valen de imperativos como «te mando, te apremio, te requiero» para lograr sus objetivos no son herejes explícitamente, sin embargo, los que dicen «te suplico, te pido, te ruego» son herejes manifiestos, porque estas fórmulas suponen una adoración implícita.

La importancia de este tratado radica en su esfuerzo de sistematizar la labor inquisitorial, convirtiéndose en una obra de referencia que influyó en otras posteriores, como el famoso Malleus Maleficarum, escrito por los frailes dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger a fines del siglo XV. Más allá de su valor jurídico y doctrinal, esta obra constituye un testimonio histórico que nos permite conocer la mentalidad de la época, en donde existía una visión del mundo marcada por la lucha entre el bien y el mal, y la búsqueda de la salvación espiritual.
Fuentes consultadas
Torres Puga, G. (2019). Historia mínima de la Inquisición. El Colegio de México.