Francesca Conti | Curaduría
Museo Soumaya. Fundación Carlos Slim
Toda acción suya es tan divina que deja atrás a las de los demás hombres, escribía el célebre biógrafo renacentista Giorgio Vasari. Tan naturalmente refinado, tan avanzado respecto de su siglo y los posteriores, afirmaba el crítico Hippolyte Taine. El hombre más implacablemente curioso de la historia, subrayaba el historiador del arte Kenneth Clark. Hasta las palabras menos convencionales de Walter Isaacson, quien –consciente de su indiscutible perspicacia– describió a Leonardo como un bastardo, homosexual, vegetariano, zurdo, distraído y, a veces, herético.
Genio absoluto, de una curiosidad inagotable, con una poderosa visión multidisciplinaria. Extraordinario observador. Ingeniero y científico de mente inquieta, a veces delirante. Sus apuntes –más de 1 200 páginas de notas– dan cuenta de una prolífera excentricidad. Con una actitud fructuosamente desafiante, Da Vinci fue el arquetipo del hombre universal. A 500 años de su muerte, el maestro ha sido tan celebrado, que reiterar su grandeza sería pleonasmo.
Como suele pasar con los maestros del pasado, muchas son las interpretaciones – una mezcla de chismes, adornos, invenciones y errores involuntarios – así como escasos los hechos. De las múltiples conjeturas acerca de Leonardo, poco se puede aseverar con absoluta certeza.
Lo relativo a la atribución de sus obras es muy complicado; ejemplo elocuente es Salvator Mundi: el cuadro señalado de su autoría, que rompió todos los récords cuando en 2017 la casa de subastas Christie’s lo vendió en 450 millones de dólares. Desde un principio los expertos se encontraron en severo desacuerdo sobre la atribución. A pesar de que se vinculó con el Museo del Louvre de Abu Dabi, actualmente se desconoce el paradero de la obra y provoca mucho clamor saber si estará presente en la magna exposición que el Louvre de París prepara para el otoño de 2019.[1]
Al momento, únicamente once obras están reconocidas por unanimidad bajo la autoría de Leonardo da Vinci. Como afirma Luke Syson –antiguo conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, hoy director del Museo Fitzwilliam de Cambridge– quizá no empezó más de veinte obras a lo largo de una carrera que duró casi medio siglo y solo se han conservado quince pinturas que, de forma unánime, se consideran suyas del todo, de las que mínimo cuatro quedaron más o menos inacabadas.
El espíritu perfeccionista de Leonardo era notorio ya entre sus contemporáneos, como apuntó Gian Paolo Lomazzo (1538- 1600): parecía que temía el momento de empezar a pintar y nunca terminó una obra iniciada consciente de la grandeza de su arte; descubría defectos incluso en las cosas que a los demás les parecían prodigios. En el siglo XIX Taine afirmó: es posible que en todo el mundo no haya otro ejemplo de un espíritu tan universal, tan inventivo, tan incapaz al mismo tiempo de darse por satisfecho.
Dentro del corpus de Da Vinci, la obra La Virgen del huso representa un ejemplo significativo de esta falta de evidencias; no hay concordia acerca de su génesis y autoría. La historia es compleja y bajo muchos aspectos indescifrada; por esta razón, siempre hay que considerar el valor hipotético de cada sentencia.
La carta: hechos e interpretaciones
Una misiva italiana fechada el 14 de abril de 1501 es el único documento que atestigua la existencia de una «Virgen con husos» pintada por Leonardo da Vinci. La epístola –hoy en una colección particular posiblemente en Nueva York– fue escrita por el carmelita fray Pietro da Novellara a Isabella d’Este, marquesa de Mantua y mecenas de las artes. En ella responde a la solicitud de noticias acerca de un retrato que el maestro le había prometido. En aquel momento el pintor había finalizado una estancia en Milán como ingeniero del duque Ludovico Sforza. De regreso a Florencia, además de Venecia y Ferrara, pasó por Mantua en donde pintó un retrato de la noble en tiza negra; también parece haber realizado una copia en cartón que llevó consigo con la promesa –nunca cumplida– de transferirla a una tabla. Sin embargo, no sabemos cuál de las dos versiones es la que hoy se encuentra en el acervo del Museo del Louvre. Isabella d’Este fue cautivada por el trabajo del maestro toscano tras haber apreciado el retrato que este ejecutó para Cecilia Gallerani: se trata de La dama del armiño, hoy en el Museo Nacional de Cracovia, Polonia.
En la carta, Novellara escribía a la impaciente mecenas que Leonardo no podía atender su petición porque se encontraba absorto en intereses matemáticos además de pintar un quadretino [cuadrito] para Florimont Robertet, secretario del rey de Francia. En el pequeño cuadro que pinta aparece una Virgen sentada como si se dispusiera a devanar los husos con un aspa, y el Niño ha metido el pie en la cesta de los husos y sujeta el aspa y mira atentamente sus brazos, que tienen forma de cruz. Y sonríe como si anhelara esta cruz que agarra con fuerza, sin querer dársela a su Madre, que parece que se la intenta quitar.
Gracias a otra carta del Embajador de Florencia, Francesco Pandolfini, ante la Corte francesa, podemos inferir que la obra llegó en 1507 a Blois, donde residía el favorito del rey. Este es el último registro existente de la obra realizada por el maestro renacentista.
Cuando el documento se hizo público en 1869, agregó otra entrada a la lista de obras perdidas de Leonardo: La Madonna dei Fusi. En ese tiempo ya se conocían algunas pinturas con la misma iconografía, pero ninguna era considerada “autógrafa”. Fue hasta 1926, tras la publicación de Emil Möller para The Burlington Magazine, que se insinuó la supervivencia de una Virgen del Huso procedente de la mano del maestro. Desde entonces la cuestión sobre la autoría de las diferentes versiones estuvo –y continúa– largamente debatida; lo cierto es que la existencia de todas ellas atestigua el gran impacto que causó la composición que revela indiscutiblemente la autoría, si no física, al menos intelectual, del maestro renacentista.
Original y variante
La originalidad de una obra es un tema muy delicado sobre todo cuando se aplican conceptos contemporáneos a una práctica antigua. Para el arte moderno, en líneas generales, la noción de autenticidad es más selectiva: se considera autógrafa una obra enteramente ejecutada por su autor, aunque esta con frecuencia resulta falaz ante la ayuda de colaboradores. En el pasado no era motivo de disertación, pues el arte se producía en talleres y el de Leonardo contaba con la presencia de numerosos ayudantes que contribuían de manera sustancial en la elaboración de una pintura y sus “réplicas”.
Una obra era considerada “un Leonardo” cuando salía del taller del maestro sin importar el grado de intervención del mismo. En su producción había distintas “categorías”: el propio pintor lo señalaba cuando defendía la necesidad de realizar obras con diferentes precios de acuerdo con los diversos tipos de clientes. Como puntualiza Kemp, nuestra tendencia a hablar de “originales”, “copias” y “variantes” ha sido muy simplista.
A este propósito es pertinente la observación del experto Carlo Pedretti, quien hace una distinción entre calidad y carácter: es el carácter lo que delata una atribución.
De las numerosas pinturas conocidas como “variantes de La Virgen del huso” –se tienen registradas más de cuarenta–, dos han destacado: una, desde 1756 propiedad del duque de Buccleuch, y la otra, que estuvo por un tiempo en manos de los marqueses de Lansdowne, y que hoy se encuentra en una colección particular neoyorquina. De aquí los nombres con los que se dieron a conocer: la Madona de Buccleuch y la Madona de Lansdowne.
Con respecto a su atribución, cabe señalar que la opinión de los expertos no es unánime; hay quien sugiere que en las dos existe una participación activa del maestro (Möller, Pedretti, Martin Kemp, Marani, entre otros) y quien las considera como mejores versiones de un original perdido (Carmen C. Bambach, Sylvie Béguin, Paolo de Silvestri y Frank Zöller).
Lo que desconcierta acerca de la “autenticidad” de estas obras es la ausencia de una canasta que Leonardo habría dispuesto en la esquina inferior derecha y que se menciona en la citada carta: el Niño ha metido el pie en la cesta de los husos. La falta, de acuerdo con algunos críticos, se justifica a partir del vocablo «inventione»
[invención]
empleado por Novellara. El término aludiría a una idea, un esbozo y entonces «la cesta» pudo haber sido parte de la concepción del maestro y borrada en un segundo momento. Sin embargo, con los recursos tecnológicos actuales, mediante la reflectografía infrarroja no se revela la presencia de dicha canasta en el dibujo preparatorio de ninguno de los dos óleos. No obstante hay que tener presente que ambos a lo largo de los siglos fueron objeto de numerosas intervenciones que pudieron comprometer la posibilidad de rastrear los trazos originales. En particular, la capa de pintura de la Madona de Lansdowne fue trasladada de su tabla a un lienzo –práctica iniciada por Robert Picault, en boga entre los restauradores franceses antes de la Revolución de 1789– y de nuevo a madera en 1976.
Otro indicio a favor de la presencia de Leonardo en estas dos Madonas serían los pentimenti en ambos dibujos preparatorios. El “arrepentimiento” o la corrección normalmente se da en una fase de concepción en donde el artista puede cambiar de idea. En las copias es más difícil encontrar estos trazos.
Resulta llamativa en ambos dibujos preliminares la presencia de un grupo de personas a la derecha de la Virgen. Es curioso porque el mismo conjunto –verosímilmente la Sagrada Familia con una andadera– figura en otras variantes de la época (cinco según Kemp) como la de la Galería Nacional de Escocia, posiblemente del español renacentista Fernando Yáñez de la Almedina; la procedente de la colección Wood Prince en Chicago, o la bella versión del Palacio Costa en Plasencia, Italia. Que el grupo no se encuentre en las obras más acabadas pero esté en otras versiones posteriores puede explicarse alegando que pertenecen a la mano de artistas que estuvieron en estricto contacto con el maestro o por lo menos en su taller durante la ejecución de la pintura. En estas versiones la presencia de san José, quien intenta construir la andadera para el Niño Jesús, se interpretó como la necesidad de enseñarle «a caminar sobre el mundo».
De toda la producción leonardesca, La Virgen del huso fue sin duda la más representada en la época del autor e inmediatamente después. Sus seguidores, principalmente de España, el Norte de Europa e Italia, emularon esta composición con resultados que pueden dividirse en cinco «linajes»: las ya mencionadas obras que presentan un grupo de personas a la derecha de la Virgen; las que muestran un afloramiento rocoso en el que descansan la Virgen y el Niño; un tercer grupo que incluye la presencia de manzanas y cerezas; un cuarto en donde la Madona y el Niño se encuentran en una composición totalmente diferente a la primordial; y un último grupo de pinturas realizadas por seguidores hispanos que refleja la presencia en el taller de Leonardo por lo menos de dos pupilos españoles.
Mención aparte merecen las obras que por composición se acercan de manera privilegiada al modelo de Buccleuch: por un lado, la pintura del Museo del Louvre y por el otro, precisamente la tabla hoy en Museo Soumaya. La parisina fue imputada a Andrea Solari (1460-1524); estuvo en la colección Maurel para después pasar a la Schlichting, en donde permaneció hasta 1914 cuando fue donada al museo francés. Actualmente se ha atribuido a un anónimo milanés que hacia 1520 formó parte del séquito de Leonardo.
La versión en la pinacoteca de Fundación Carlos Slim procede de la colección Ernout de París. El especialista Roberto Longhi, quien tuvo la oportunidad de estudiar la obra opinó en 1966: aparte de la exagerada grandeza del Niño, la calidad me parece superior. Por lo que concierne al paisaje –de influencia flamenca– el estudioso escribía: podríamos pensar que fue ejecutado por Cesare Bernazzano (pintor milanés de la primera mitad de 1500). Dada la cercanía con la Madona de Cesare da Sesto en el Museo Poldi Pezzoli de Milán, el profesor Martin Kemp propuso referir esta versión al pintor lombardo.
Al observar el soporte de madera a los lados se aprecia una reducción de espesor típica de las tablas flamencas.
Los estudios científicos con luz ultravioleta revelan que la pieza fue retocada en varios puntos, en particular en la zona pélvica del Niño. Una fotografía anterior al arribo de la obra al Soumaya muestra la presencia de un sutil cendal o paño de pureza (sobre estas líneas) que al no ser de la misma época de la composición, fue removido. Una intervención similar tuvo la Madona de Lansdowne: el sexo del Niño fue repintado y luego despintado. La representación de Cristo desnudo era práctica común durante el Renacimiento e incluso tenía un significado teológico; la intervención que cubrió las partes íntimas quizá juzgaba irreverente su desnudez.
La composición
La Madonna dei Fusi nos permite apreciar el ingenio del maestro. La pintura armoniza una proyección sibilina con una impronta realista. La habilidad de Da Vinci emerge en cada detalle: desde los rostros de fuerte carga psicológica, hasta las poses armónicas y el paisaje azulado.
La Virgen logra combinar el aspecto mundano con aquel espiritual. En palabras de Carla Glori, parece una mujer viva y no un icono, y al mismo tiempo se hace portadora de aquella sabiduría «enigmática» que emana de los personajes sagrados de Leonardo. Es una Madona inquieta. Su turbamiento se manifiesta con el efecto del cuerpo desplazado logrado a partir de un interesante equilibrio compositivo entre las rocas y el Niño. Con una pose inédita para su época, su torsión atestigua un profundo conocimiento del cuerpo y del ánimo humano. Numerosos son los bosquejos y notas sobre el tema; el objetivo del maestro era el de retratar los atti mentali [actitudes de la mente] a través de los moti corporali [movimientos del cuerpo].
Notable es la representación en escorzo de la mano derecha de María, la cual sugiere una índole ambivalente. Por un lado protectora, como si quisiera impedir que su Hijo cumpla su destino trágico, pues con su brazo izquierdo trata de alejarlo del huso, que pierde su sentido utilitario y se resignifica como símbolo de la cruz y de su futura Pasión. Por otro lado, trasluce una quieta y amorosa resignación al proyecto divino. Evocativa es la descripción de Novellara en la carta: Y sonríe como si anhelara esta cruz que agarra con fuerza, sin querer dársela a su Madre, que parece que se la intenta quitar. En palabras de Carla Glori, La misma ambigüedad trasluce del rostro cuya mirada refleja un profundo sentido de pena y una inédita aura de libertad.
Jesús da muestra de los estudios anatómicos leonardescos. Los niños pequeños tienen todas las articulaciones delgadas y las porciones entre ellas son gruesas –apuntaba Da Vinci en sus notas– […] y la carnosidad grasa está dispuesta entre una articulación y la siguiente. Su mirar hacia el huso es fuertemente evocativo. Muchos artistas solían representar al Salvador con la mirada sobre objetos que prefiguraban la Pasión, sin embargo –en palabras de Walter Isaacson– las versiones de La Virgen de los husos poseen la energía de un relato psicológico que se había convertido en una habilidad particular de Leonardo. […] Tenemos la impresión de que al mirar la imagen de la cruz le asalta una premonición de su propio destino.
Con una potente carga simbólica, el huso adquiere una centralidad inédita. Este antiguo instrumento de trabajo también remite a la consistencia de lo cotidiano y simboliza paciencia y experiencia, que al verla como la cruz trasciende lo terrenal.
La intensidad emocional de la obra proviene de la complejidad psicológica de sus personajes que se logra gracias a una atenta observación de las inclinaciones humanas. El buen pintor debe pintar dos cosas principales, que son: el hombre y el concepto de su mente. El primero es fácil, el segundo difícil, porque se ha de representar con gestos y movimientos de los miembros. […] Las posturas de los personajes deben mostrar su verdadero estado mental, apuntaba el maestro, quien –como hace notar Isaacson– manifestó una auténtica obsesión para el estudio del cerebro y los nervios al trasformar las emociones en movimiento.
Al observar la obra se percibe una transgresiva energía subliminal que no puede ser identificada en ninguna figura en específico. Como afirmó Taine, sus figuras expresan una sensibilidad inabarcable y parecen dotadas de una espiritualidad increíble; desbordan de sentimientos no expresados.
La composición del espacio también subraya la gran destreza de Leonardo: Oswald Spengler (1917) así puntualizaba: Solo Lionardo [sic] conoce el espacio único y eterno, en el que, por así decirlo, están suspendidas sus figuras. En el marco del cuadro, uno presenta una suma de cosas sueltas y próximas, el otro, un detalle del infinito.
Las figuras y sobre todo el paisaje reflejan la pasión de Da Vinci por el estudio de los efectos de la luz sobre los objetos. La intención primaria del pintor –escribía– es hacer que una simple superficie plana manifieste un cuerpo relevado, y como afuera de ella [es decir que sale]. Aquel que exceda a los demás en esta arte será más digno de alabanza, y este primor, corona de la ciencia pictórica, se consigue con las sombras y las luces, con el claro y oscuro. El contraste entre luz y sombra es lo que permite lograr un efecto de volumen y plasticidad; bajo este aspecto Leonardo fue altamente pionero gracias al uso del sfumato que consistía en difuminar los contornos para lograr profundidad. El término deriva de la palabra italiana fumo [humo] y refiere a la disipación del humo en el aire. Cuidarás que tus sombras vayan unidas a tus luces sin trazos, ni contornos, como sucede con el humo, escribía el maestro. Si se observa el rostro de la Virgen o el paisaje en el fondo, así como las rocas escalonadas, se aprecia cómo el pasaje de una tonalidad a la otra es tan gradual que es imposible percibir realmente dóndeacaban los límites de las formas; la ausencia de líneas de contorno permite una mayor compenetración entre figura y atmósfera. Así se distingue el esfumado del claroscuro renacentista; la concepción de esta técnica hizo que el célebre biógrafo Vasari nominara a Da Vinci «inventor de la manera moderna» en la pintura.
Leonardesco también es el azulado del paisaje. Este hallazgo deriva de un estudio empírico de la realidad; si se observa el aire, este no es totalmente transparente sino que tiene una tonalidad añil. El progresivo desenfoque de las imágenes lejanas se debe a la presencia de humedad en los estratos bajos de la atmósfera que también provoca el cambio tonal. El ejemplo más elocuente se da con las montañas: las más cercanas lucen un color marrón y verde, y a lo lejos adquieren aquella tonalidad azulada. El tipo de efecto es llamado «perspectiva aérea» y da un paso más allá del conocido como lineal –procedente de la regla geométrica de las líneas que convergen en el horizonte– porque se basa en una observación práctica de la realidad que profundiza el aspecto perceptivo.
Articulada con una prodigiosa habilidad pictórica, esta investigación de la naturaleza hace que en cada obra de Leonardo sea tangible una nostalgia de lo infinito.
En un tiempo de búsqueda y de hallazgos –la misma época de Cristóbal Colón, de Gutenberg y Niccolò Machiavelli [Maquiavelo]–, Leonardo destacó por una genialidad que, bajo muchos aspectos, hoy permanece indescifrable. A 500 años de su muerte, el maestro aún ilumina las mentes y enciende los ánimos en un intenso debate. Escenario que la Gioconda con su mueca ya advertía.
Ciencia y arte
La Virgen del huso de Museo Soumaya fue analizada en el Laboratorio de Conservación de Fundación Carlos Slim por Sergio Sandoval y Taylor Sokol. Se tomaron fotografías con luz visible, ultravioleta e infrarroja. A la cámara se añadieron filtros que permitieron la captura de imágenes para revelar posibles intervenciones. Asimismo, la observación mediante la luz ultravioleta hizo visible distintos procesos de restauración a lo largo de los siglos. Estos análisis complementan la investigación de la obra y arrojan datos de tipo técnico.
Imagen UV
La fluorescencia ultravioleta (UVF) permite detectar intervenciones históricas superficiales que ha tenido la obra después de ejecutarse. Asimismo, se evidencia el estado de la capa de barniz.
Las áreas oscuras y sin fluorescencia perceptible son las que han sido retocadas en tiempos cercanos; como puntualiza Sergio Sandoval, los materiales antiguos fluorescen por su grado de oxidación, mientras que los más recientes carecen de esta propiedad que adquirirán con el tiempo.
Imagen infrarroja (IR)
Los análisis con filtros que únicamente permiten pasar rayos en infrarrojo logran transparentar pigmentos y así revelan algunos trazos subyacentes al óleo. La imagen de la obra muestra cambios entre el dibujo preparatorio y la ejecución pictórica final.
Imagen Infrarroja a falso color (IRFC)
Esta imagen es fruto de una composición entre la imagen en luz visible y la vibración que se captura en el espectro infrarrojo. Este tipo de análisis permite sugerir algunos de los pigmentos que han sido empleados para la realización de la obra. La posibilidad de detectar los pigmentos se da mediante la consulta de una tabla de colores que muestra la reacción de los mismos con la técnica de infrarrojo falso color.
El color rojo oscuro que destaca refiere muy probablemente a la presencia de azul ultramarino natural en el manto de la Virgen. Se utilizaba exclusivamente para comisiones de gran importancia, pues era un pigmento altamente costoso y que superaba el valor del oro.
En la vestimenta de la Madona los resultados logran caracterizar el uso del rojo kermes; el pigmento aparece de color anaranjado claro en la imagen. El lujoso colorante animal de origen europeo estuvo en boga durante el Medievo. Sin embargo, terminó por ser reemplazado por la grana cochinilla hoy mexicana debido a su color más vibrante y sobre todo al empleo de menores dosis para obtener el mismo resultado.
[1] Según señala el periódico The Guardian en un artículo del 26 de mayo de 2019, la obra Salvator Mundi no formará parte de la exposición porque reportaron que los curadores del museo parisino no consideran que la obra sea atribuible al maestro.